miércoles, septiembre 30, 2009

El ascensor de cristal

Por las mañanas, veo amanecer.
Salgo de mi casa y la calle está oscura. Del negro al morado, del morado al azul brillante y del azul brillante al amarillo del sol: todo ocurre en sólo diez minutos de camino. En esos diez minutos rezo, o escucho música, o rezo y escucho música a la vez. Me gusta escuchar, a esas horas, una canción de Serrat que empieza con acordes de tiovivo. Y luego le doy al clinck del ipod para que viaje por las pistas y me regale una canción muy especial de Esther Zecco, "Aviones de papel". Yo también quiero andar como los niños, saltar por los bordillos y que todo me sepa a azúcar quemada. Y por eso rezo, a veces pidiéndolo y a veces dando gracias porque ya lo he conseguido.
Y mientras tanto van cambiando los colores.
Son los diez minutos más activos de mi día.

sábado, septiembre 26, 2009

Justicia poética

Una de las mejores cosas que ha hecho Joaquín Sabina en su vida es llamar a la mujer amada "dolor de muelas". Qué hombre, qué maestría. Porque es así: el dolor de muelas es fino amante, fiel hasta el final. Y no se olvida de doler, como una pena de amor. Esto lo llevo yo padeciendo en muela propia cerca ya de setenta y dos horas, y lo peor de todo es que lo vaticiné.
En los días anteriores a mi visita al dentista, cálidas y mojadas tardes del reflexivo mes de septiembre, me sentía yo como alguien a quien de un momento a otro va a caer una piedra de lo alto. Era una de esas sensaciones agudas que no se pueden evitar, así que intenté sobrellevarla con buen humor. El buen humor consistía en encogerme un poco aguardando la pedrada y, como remedio final, recordar y leer de nuevo aquel poema de Miguel d´Ors en el que con tanta lucidez se expone la Maldición de la Piedra, Pues vaya con la divina Providencia:

[...] Imaginad ahora
una piedra salida
de la Mano Divina
cruzando siglos-luz por los que rotan
con música callada las esferas,
una piedra en el vasto
silencio de los mundos.

Pues yo apuesto un millón
a que adivino en qué cabeza cae.


¡Es eso! ¡Es eso!, pensaba yo mientras me adentraba en el intrincado mundo de la limpieza bucal. Unos minutos más tarde me confirmaban que tenían que sacarme la muela del juicio. Ya está aquí: la Piedra. Pedí cita resignada y me dispuse a hacer un pedido a Lush para que las cremitas, jabones y bálsamos suavizaran el inminente golpe.


Y entonces la Justicia poética entró en juego: el mismo día en que me quedé sin juicio, llegó el oloroso camión de reparto a la verja verde de mi casa, con cacao al chocolate para mis doloridos labios, y con un frasquito de crema americana para aromatizar mi apaleado cuerpo y mi electrizada cabellera...
Y es que Dios castiga sin palo ni piedra, vale, pero acaricia sin palo ni piedra también.

domingo, septiembre 20, 2009

La felicidad se llama Nars

He decidido colgar aquí esta entrada que escribí para mi otro blog delirante porque no se limita a lo concreto sino que avanza en nebulosa, a pesar de ser un post sobre maquillaje

Siempre me parecerá mágica esta marca de maquillaje.
Quizás porque al principio oía hablar de ella pero no podía ver ni tocar ninguno de sus productos. Todo estaba envuelto en ese halo de lo legendario: dicen que en San Sebastián hay una tienda en la que... parece que en Madrid, en Ekseption... Pero nunca me acercaba a la calle Velázquez para no romper el embrujo: en las revistas, las celebrities confesaban no poder vivir sin el iluminador Copacabana o el colorete Orgasm.
En esa época, las ensoñaciones bullían dentro de mi cabeza, dando forma a una esperanza serena y una fe no cumplida, una suerte de amor platónico que se decía a sí mismo: "puedo esperar": un día lejano viajaría al extranjero, o pasaría una tarde de verano en la playa de la Concha, y conocería el colorete ese de nombre sonrojante...
El momento llegó y no pudo ser más especial: fue en los días que pasé junto a mis padres en París, tras defender mi tesis. París es mucho más que el Sephora de Champs Elysées, pero tengo que reconocerlo: cuando tuve ante mis ojos el stand de Nars con sus envases sobrios y sus resplandores en melocotón y algodón de azúcar, caí enamorada. Aquello no era fruto de un capricho consumista sino de una larga búsqueda interior. Era la confirmación de todas mis intuiciones: siempre creí que el maquillaje era arte, pura imaginación hecha color y juego, y François Nars me lo estaba gritando en colores llamativos.
Del viaje más bonito de mi vida conservo dos postales enormes de la Dama del Unicornio, un anillo de plata y cuarzo en forma de lágrima y el colorete Gina, de Nars: un mandarina fresco, de textura mate y color luminoso.
Unos meses después llegó la marca al Cort Inglése. Me siento orgullosa de cada uno de los productos Nars que he adquirido, porque todos han sido pensados y comprados en compañía de gente especial. Siempre recordaré mi viaje con Araceli a Pozuelo, en medio de la lluvia, y cómo nos volvimos literalmente locas metiendo los dedos en todos los probadores. Los colores estallaban ante nuestros ojos como pompas de jabón. Entonces conseguí el colorete Luster, un melocotón dorado perfecto para marcar las mejillas en invierno.
Pablo me trajo de Nueva York el Múltiple South Beach, tan camaleónico que recrea en mis pómulos el rubor del verano, en mis ojos la fuerza del bronce y en mis labios un nude melocotón empolvado. Y otra amiga forera de San Sebastián, Cristina, me envió por correo el dúo Cordura, que contiene las dos sombras de ojos básicas que toda mujer debe guardar en su tocador:


Un marrón muy oscuro y ahumado, con ligeras chispas doradas, y un marrón medio color galleta María. La foto, que posteó Maryland en el foro Mac hace ya un tiempo, habla por sí sola.
Cuando trajeron Nars al Corte Inglés de Goya, pude conocer a Patrica, Francisco y Rafa, tres grandes artistas que, cada vez que me ven, me sientan en la silla de maquillaje para extender con toda humildad su saber ante mí. Y eso que no les dejo ningún dineral en mis visitas: fiel a mi lema "compra algo que hayas deseado largamente, y sólo para celebrar una alegría", he ido llevándome las cosas casi de una en una: el dúo Mediterranée, color vitamina, para estrenarlo en la comunión de mi primo Gonzalo. La sombra Tropic y el lápiz Dolce vita, para enmarcar el verano. Y el iluminador en polvos Albatross, ligeramente cálido, para lucirlo en la boda de mis amigos Ana y Rafa.
No quiero terminar mi entrada que empezó siendo tan etérea, hablando de sueños alcanzados, sin reconocer que los coloretes y sombras de Nars cuestan bastante dinero. Estamos hablando de maquillaje profesinal, de gama alta: a la altura de Chanel o Guerlain. Y eso tiene un precio.

miércoles, septiembre 16, 2009

Tener o no tener

Las dos de la tarde, calor nublado y niños que saltan en sus asientos. El cansancio se apodera de mí y recuerdo mi uniforme sudoroso, la camisa torcida... y cerrando los ojos pienso en los niños. Son como una bandada de estorninos, lo llenan todo. Me gusta que pataleen en mi oído y escuchar sus diálogos surrealistas:
- Tú tienes cara de tomate.
- Pues tú eres un pelón.
- Pues yo ya soy mayor, tengo tres años.
- Pues yo vivo en el ocho. Vivo en el ocho vivoenelocho...
A ti es que te gusta lo que no le gusta a nadie, me dice una amiga. Y hasta el chófer, en un momento tranquilo, me clava este dardo:
- ¿A ti te gustan los niños, verdad?
Tengo que empezar a preocuparme, pienso. Y me entrego toda:
- Sí que me gustan. Si por mí fuera, tendría una buena pandilla...
Sólo me falta añadir "los que Dios mande", para mayor escándalo. Que ya lo he dicho alguna vez. Y siempre la misma respuesta: cuando llegue el momento, baby, no cantarás la misma canción...
Bueno, pero al menos la canto ahora. Por si acaso.

lunes, septiembre 07, 2009

Conversión "ad creaturas"

Cris me acusa de haber abandonado durante el verano la Fanta de naranja por el yanki refresco de Cola. Tampoco es muy española la Fanta, ahora que lo pienso, pero en este blog que se está volviendo viejo tiene una sólida tradición como bebida que congrega todos mis recuerdos: es la bebida fantasma, la máquina del tiempo naranja... un primer sorbo dulce y artificial y ya se aparece ante mis ojos toda mi niñez en el parque. Las palomas comiéndome viva y yo tan feliz.


Pero la Cocacola, en cambio, me devuelve a mi pre-adolescencia, magníficos once, doce y trece años. Tenías muy dentro un run rún: "esto se está acabando". La última vuelta del tiovivo. Pero aún no se había hundido el Titanic y, desde luego, la orquesta tocaba a pleno pulmón. Y había fuegos artificiales, sobre todo en verano. Aquellos vídeos musicales en el antiguo aparato Beta de mi abuelo: Michael Jackson cantando y un Glenn Medeiros supercursi que me fascinaba. Mis primos se partían de risa conmigo y el "nada cambiará mi amor por ti". Y yo shhh, ssshh, y los ojos como farolas. También empezaba a gustarme un chico rubio del grupo A-ha porque al cantar se le ponía un gesto romántico en la cara. Y todo esto regado por el anuncio de Cocacola, versión de 1988: "first time, first love, Cocacola is it"...
Cocacola, la chispa de la vida, decía mi madre. Y yo, que era muy joven aún para detectar la ironía, me sentía mayor a la vista de esos vasos altos, oscuros y chispeantes. Era el color de la alegría, el color de las vacaciones.
Por todo eso, este verano he vuelto a mis orígenes. Me he convertido a mi fe de finales de los años ochenta.